lunes, agosto 15, 2005

¡SILENCIO!

“¡Silencio!” era la palabra predilecta de la joven madre. Sus pequeños vástagos, hasta donde puedo recordar, siempre habían sido muy inquietos. Tanto que yo podía oírlos destrozar su pequeño apartamento, en el piso 9, desde mi casa, en el piso 3.

Resultaba entretenido en mi corta conciencia de niña de quince años escuchar los desesperados gritos de Laura, la madre, que no hacía más que exclamar: “¡silencio!”. Era una eterna batalla campal lo que se desarrollaba en aquel sitio.

Laura tenía apenas diecinueve años cuando dio a luz a dos pequeñas criaturas, Mario y Aquiles, estando en el primer semestre en el tecnológico. Del padre nunca supe nada. Ella solía ser muy “alegre”, así que imaginé que fue un amor de una noche del que nunca se supo más.

Vivió con sus padres y sus dos muchachitos hasta los veintidós años, cuando, con suficiente dinero ahorrado y ya graduada, se mudó del piso 7 al piso 9 del mismo edificio.

“¡Silencio! ¡Necesito silencio, Mario! ¡Basta!”, podía oír desde la ventana de mi habitación hasta bien entrada la noche. Nunca pude entender que era aquello tan obstinante que hacían esos niños para que Laura reaccionara de aquella manera.

Noche tras noche, cada mañana, siempre lo mismo, Laura gritaba tan desesperadamente que parecía que había perdido la razón. Pero no eran alaridos de agresividad, no. Nadie dudó nunca que Laura amaba profundamente a Mario y Aquiles, y creo que ese fue el motivo por el cual ninguno de los vecinos llamó a la policía. No, Laura se comportaba como la más amorosa de las madres, al menos en público.

En algún momento la oí decir que los morochos eran algo ruidosos e hiperquinéticos, y que ella necesitaba silencio para relajarse después de una larga jornada de trabajo. Jamás supe de la niñera que se quedaba con ellos en las tardes, pero si la madre estaba en casa era fijo que habría un griterío en cualquier momento.

Pero aquel día llegué a casa del colegio y algo me pareció fuera de lugar. No pude descifrar qué era hasta que abrí las ventanas de mi cuarto. Los gritos. Ya no estaban. Imaginé que Laura no había ido a almorzar y no presté más atención.

Sin embargo, la noche fue mucho más tranquila de lo usual. Laura estaba en casa, eso era seguro, es decir, las luces estaban encendidas y la oí gritar. Eso fue lo extraño. Sólo gritó una vez. Una sola vez cuando sus pulmones pueden seguir por horas y horas. Recuerdo haberlo comentado con mi madre, pero su curiosidad por lo que ocurría en nuestro edificio no iba más allá del porqué la entrada estaba embarrada o porqué los ascensores no servían.

Los gritos eran cada vez más escasos y mi curiosidad más y más grande. Pero no encontraba la manera de averiguar qué había sucedido.

Cierto lunes escuché que la conserje decía a una de mis vecinas, que salía a mediodía a buscar a sus hijos del colegio, que creía que los niños habían ido a alguna clase de internado, o se habían ido a vivir con alguna hermana de Laura. Ninguna de las opciones estaba confirmada. Lo cierto era que la encargada del mantenimiento tenía ya un tiempo sin saber de los pequeños. Yo pensaba que los cada vez más esporádicos gritos eran cosa del pasado.

Pasó una semana y ya mi curiosidad traspasó los límites. Así que decidí subir, ir al piso 9. En el ascensor, los números pasaban lentamente. Cuatro, cinco, mis manos sudaban. Seis siete, mis piernas flaqueban. Ocho, nueve, debía ver por mí misma. Bajé del ascensor y toqué el timbre antes de poder arrepentirme. Ding, dong, otra vez. Laura abrió la puerta.

La saludé cortésmente con una sonrisa y ella me invitó a pasar. Confieso que tuve miedo, miedo de lo que podría ver. Crucé el umbral con la mirada clavada en el piso. Laura me pidió que me sentara. Levanté la vista lentamente. Ahí estaban. Mario y Aquiles estaban ahí, jugando. En silencio.

Laura me explicó que habían perdido la voz, sin razón aparente. Pero que no le importaba, me dijo con una gran sonrisa en el rostro. Por fin tenía silencio.